Un cuento de Alexander Castillo
CUENTO
Las monedas de la traición
Alexander
Castillo Morales*
Las
monedas con las que el Justo fue perdido tienen un valor esquivo y dañino. La
mayoría cree que el valor maldito de las monedas se deriva de haber vendido al
Mesías, cuando en realidad sirvieron para perder al hijo del hombre de una
forma más elaborada y efectiva. Además sirvieron para que un hombre que flaqueó
como muchos otros fuese condenado a ser el chivo expiatorio. En la picota de la
historia sigue el ambicioso Judas, ficha de un ajedrez tan traicionero como él
mismo. En general, no se conoce la tensión de fuerzas oscuras de uno y otro
bando que se conjugaron para acabar con su humanidad tan débil como la del que
lo negó. ¡Qué equivocados han estado! A él le dieron las monedas por un servicio
más hondo y menos pueril que el de un simple delator, cargo del que lo acusa la
historia. En realidad una sola moneda pagó su misión. Las otras fueron una
discreta compañía para minar el remordimiento del miserable.
En la noche del beso en que sacaron al Justo del huerto y lo llevaron al
sanedrín para interrogarlo, no se consumó la misión para la que fue sobornado
Judas. Esa publicidad ha extraviado los verdaderos sucesos y se ha saciado con
su persona y por supuesto con sus debilidades. Pero nadie se levanta para
denunciar a los autores del tráfico que posibilitó el destino del Mesías y la
caída del apóstata. Las fuerzas del bien y del mal se pusieron de acuerdo en
que el destino de Judas Iscariote sería convertirse en traidor y de ambas
bolsas salieron aquellas monedas que facilitaron su desgracia. Cada uno hizo
sus cálculos y su inversión.
Es preciso recordar que no solo es culpable el que comete la falta, sino
el que facilita los medios y la oportunidad. A ambas fuerzas les convino
acordar el destino del desgraciado y en modo extremo acabar con la reputación y
la persona de Judas. Y es seguro que en algún texto apócrifo se debe contar que
Judas desarrolló dos acciones por la misma negociación. La primera, fruto de su
ambición, y la segunda, guiado por la piedad. Por la primera se ha hecho
tristemente célebre, entregar al hijo de Dios a los romanos y luego estos al
sanedrín. Este traspaso burocrático permitió a Pilatos lavarse las manos y
sirvió para dilatar el tiempo necesario para la segunda acción de Judas, la
verdadera. Fue en el cambio de guardia antes de que el gallo cantara tres veces
cuando se produjo el objetivo central y cifrado del negocio. Los seguidores del
Mesías estaban parapetados en sus miedos, el cansancio y el dolor, y no
soportando más, lo dejaron solo a merced de lo que para muchos era su destino:
ser sacrificado por la humanidad. Por eso hasta el omnipresente se retiró hacia
su casa celestial para recogerse en el sufrimiento y segura muerte de su hijo.
Ante tales circunstancias ocultas los hechos que se conocen faltan a la
verdad sin intención ominosa. Pero el desconocimiento no libra de la
responsabilidad y el peso de sus consecuencias. El Justo mostró cierta altivez
frente a los monarcas religiosos. Los muy todopoderosos quisieron doblegarle
con sus juegos lógico-teológicos y este, mucho más sabio, les replicó abriendo
el camino hacia su muerte. Al fin y al cabo, de eso se trataba, de facilitar
las cosas para que lo condenaran. En claro queda que Jesús fue condenado a
morir y quedó a merced de la guardia que se burló y lo maltrató. Lo golpearon
tan fuerte que su humanidad rodó sin sentido. Quedó exánime entre un charco de
sangre, tierra y detritus. En ese momento actúo el dueño del beso; para esa
empresa había sido contratado, no para entregarlo, sino para llevarlo vivo a
una tumba improvisada. Pero él lo hizo por piedad, no era de los que disfrutaba
con el dolor ajeno, eso lo había aprendido muy bien. Pensó que al liberarlo de
las garras de la tortura y la muerte, el Mesías tendría la oportunidad de
apoderarse del trono romano, y seguramente él, que lo había salvado, sería muy
bien retribuido. Así, el negocio era redondo, ahora unas cuantas monedas, y más
adelante propiedades, posición social y, por qué no, una hermosa y virtuosa
mujer. Todo parecía encajar en el plan del traidor.
Es preciso decir que ni el propio Judas sabía que en realidad había sido
contratado para retirar al Justo de la tortura y esconderlo en una cueva. Él
sentía que lo hacía por su propia voluntad, motivado en parte por el sentido
humano y, claro, también por su habilidad para los negocios. El gran Dios
estaba muy compungido como para darse cuenta de los hechos que se venían
desencadenando. Los estados de omnisciencia y omnipresencia se habían reducido
a un ensimismamiento fruto del dolor causado por tener que sacrificar a su
propio hijo con el fin de salvar a tanto desagradecido, que ni siquiera se
darían cuenta de cuánto estaba en juego. Lo que más importa saber es que con el
mismo sigilo con el que había negociado sacó al Mesías de las instalaciones
donde se le había torturado. Pasó invisible por entre los fantasmas de la noche
hasta llegar a la meta acordada por los que saben de las ideas humanas.
El Justo, que había leído en los libros de la vida sobre su “fatalidad”,
no pudo imaginar el tamaño de la traición. Su humanidad que sufrió el rigor de
la iniquidad quedó tan maltrecha que no tuvo tiempo de acomodar la gravedad de
cada uno de los sucesos de los que era víctima. El Mesías esperó tres días para
despertar y obrar el milagro, sin saber lo que sucedía. No hubo nadie para que
le dijese que no estaba muerto, sino inconsciente, entre una cueva improvisada
como sepulcro, muy lejos del punto de la resurrección. No hubo una profecía que
diera cuenta de estos alcances; ni los videntes del pasado fueron capaces de
percibir la filigrana de la estratagema que se desenvolvía. El traidor, de
buena voluntad (como tantas veces he dicho), lleno de compasión liberó a Jesús
de su destino. Cobraron cuerpo sus escrúpulos, al punto de sentirse
imposibilitado para traficar con la muerte de un ser humano. Por eso, quiso
devolver las acciones a su manera. Así trastocó el plan para el que había sido
enviado el Mesías.
Lo cierto es que testigos hubo muchos y no hubo necesidad de sobornos o
algo por el estilo para hacerlos errar. Todos vieron un castigo infame por
senderos empedrados. Insultos de unos y otros, no solo de guardias, sino
también de aquellos que se bautizaron y luego renegaron; de los que se
mantuvieron ortodoxos en sus leyes o en la indiferencia. Ni la propia madre
descubrió el trucaje planeado. Estaba tan golpeado y era tan dolorosa su
apariencia que lo miró sin verlo, con esa fe tan profunda que no sospechó que
bajo la corona de espinas no estaba su hijo, el Rey de los judíos, sino el hijo
de la tentación, que también podía multiplicar el vino, caminar sobre las aguas
y resucitar a los muertos. Cuando Judas compasivo se escabulló con el hijo de
la luz, le dejó el espacio al hijo de las tinieblas para que tomase su lugar.
Es por esa acción que en realidad recibió su paga. El doble del Mesías, el
antimesías, tomó el papel del redentor y como si hubiese robado su guión, habló
con sus mismas palabras y embaucó a todos. Hasta tuvo el descaro de decir:
“Padre, ¿por qué me has abandonado?”, a sabiendas de que ningún padre quiere
padecer con la muerte lenta y dolorosa de lo que más ama en la vida. Aunque lo
triste y paradójico fue que su madre, fuerte y aguerrida como ninguna, se
sobrepuso al dolor extremo y le acompañó, pero sin poder darse cuenta de que el
Oscuro había puesto allí a su propio vástago.
Ni los cronistas oficiales de los hechos, ni los virtuosos de la época,
ni el mismo Señor de la Luz descubrieron el engaño en el momento en que se
llevaba a cabo. El Mesías quedó perdido en algún lugar de la Tierra, y cuando
despertó pensó que había resucitado a lo cual le sobrevinieron muchos problemas
porque nadie le creyó, al punto de ser acusado de simonista. Su paradero y
destino final se han perdido en la memoria de los tiempos, hasta sus propios
apóstoles le tacharon de un buen doble, pero chiflado. Puede ser que en algún
tiempo haya otra oportunidad de reacomodar la historia. Por ahora es preciso
tener presente que desde ese día, en el cual se dio paso a la noche de la
humanidad, las monedas de la traición continúan brillando con la misma
intensidad con la que el crucificado miró al cielo antes de expirar. He ahí su
valor nefasto.
[Este cuento hace parte
del libro Las monedas de la traición,
Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 2014, pp. 89–94].
*ALEXANDER
CASTILLO MORALES: Licenciado en Lingüística y literatura, Universidad
Distrital (2002), Maestro en Artes Plásticas, Universidad Nacional de Colombia
(2005), Magíster en Literatura Hispanoamericana, Instituto Caro y Cuervo (2011),
egresado del Taller de Escritores Universidad Central. Escritor, profesor de
Creación Literaria de la Universidad Central y docente en otras universidades de
Bogotá. Fue promotor de lectura y escritura para jóvenes con Fundalectura. Finalista en algunos concursos
literarios. Publicó el libro de cuentos Las
monedas de la traición en 2014 (Bogotá, Instituto Caro y Cuervo). En su obra se
encuentra “la preocupación estética por abordar el alma humana: conflictiva y
paradójica”.
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