El libro, el amigo de todo el mundo
(El pasado 6 de septiembre leí el texto que transcribo a continuación en el Auditorio principal del Colegio Nacional Simón Bolívar de Garzón, Huila, con motivo del 1er. Encuentro Bolivariano de Literatura, coordinado por los profesores Henry Vargas y Yudy Mesa, con el apoyo de la Rectora Rosalba Burbano y el grupo de profesores de español, y bajo el lema "Leer para comprender, escribir para transformar". Fueron invitados, también, los escritores Gerardo Meneses, Diego Calle y Roberto Segrov).
Una
biblioteca es la casa de los libros, y si a ella la atendemos como si fuera
nuestra casa, no podemos menos que mantenerla con el mayor de los cuidados y
con el más grande de nuestros afectos. Y ya sea en la biblioteca pública, en la
privada de nuestra casa, o en las de nuestros amigos, siempre allí tenemos un
amigo solidario e irreductible. El libro jamás nos dará la espalda, ni nunca
nos abandonará en los momentos más difíciles de nuestra vida. En la alegría o
en la soledad, con su poder ecuménico, con su poder de estar al tanto de lo que
sucede en todas las ciencias y artes del mundo –porque todo está en los libros,
hasta el pensamiento de Dios-, sus páginas se abren ante nuestros sentidos para
darnos afecto, para solucionarnos problemas, o para invitarnos a continuar en
la búsqueda y perfeccionamiento del conocimiento humano, o de la felicidad tan
anhelada y siempre desviada de las rutas del hombre. El libro es el único amigo
solidario y fiel que tiene el hombre, aunque en muchas ocasiones nos olvidemos
de esas dos facetas suyas. Siempre lo encontramos en el estante, o en el mueble
vecino, expectante ante nuestras solicitudes; y nunca cambia de pareceres ante
nuestras exigencias. Los pueblos más cultos y felices de la tierra siempre han
llevado un libro bajo el brazo, en el bolsillo, en la maleta de viaje, o lo han
colocado en el estante de la sala, o en la mesita de noche. El libro, al
contrario de nuestro amigo el hombre, nunca nos va a decir, hoy tengo pereza,
no quiero trabajar, hoy no me toques, estoy cansado, no me leas; nunca nos dirá
hoy no quiero que me uses, o no me vuelvas a usar, o ya me aburrí de ti, nos separamos. No. El libro es irreductible en el amor; solidario en las peores soledades. Y el
libro no muere; tal vez, envejezca, y entonces se convierte en el mejor
testimonio de aquellas horas que pasaron por la frágil y efímera memoria de los
hombres. Sólo el libro nos permite volver al pasado, gozar el presente, y
anunciar el futuro.
Por
eso, pienso que no hay mejor expresión del afecto que regalar un libro, no
importa que muchos crean que los tiempos del libro ya pasaron. A ellos les
podemos decir que de ellos no se acordarán ni siquiera los libros, que en
papel, o virtualmente, sobrevivirán a todas las catástrofes del hombre, como en
efecto ha sucedido desde los tiempos que antecedieron a Homero, a nuestros
primeros códices precolombinos.
A
la solidaridad y a la lealtad para con todo el mundo, quiero destacar otra nota
característica de los libros, especialmente cuando ellos se encuentran en una
biblioteca. Me refiero a su extraordinaria voluntad de tolerancia y de respeto.
Si ustedes piensan en las grandes bibliotecas del mundo (la del Congreso, en
Washington, la Luis-Ángel Arango, en Bogotá, la recientemente reinaugurada y
archifamosa Biblioteca de Alejandría, en Egipto, o cualquier biblioteca pública
y privada que sea respetada por su dueño), en ellas conviven y fraternizan
todos los pensamientos y religiones de la humanidad; todas las ciencias, las
artes y los oficios de todas las edades del hombre; todos los autores -buenos,
regulares y malos- que un día lograron esculpir en el papel las líneas de un
libro. Si esa tolerancia, que nos permitiría encontrar unidos en un mismo
espacio a una Biblia, un Corán, un Veda, o un Popol Vuh, que nos permitiría
recorrer en una misma sala la historia política de la humanidad desde las
edades primitivas hasta las principales corrientes sociales de la actualidad,
sin escatimar ninguna, para que la ignorancia no nos conduzca al sectarismo y
al satanismo que todo lo destruye, y que nos permitiría en un mismo momento
ponernos en contacto con el derrotero de éxitos y fracasos del hombre a través
de los siglos, si esa tolerancia y ese respeto mutuo los encontramos en una
biblioteca, quiero decir, si al entrar nosotros a la sala de una biblioteca nos
encontramos con que la Biblia no le dispara al Corán, sino que reposan
acompañándose la una con el otro, y ambos se nos brindan para que en una misma
mesa los hojeemos, los palpemos y bebamos de ellos, no hay dudas de que
estaremos asistiendo a la más grande de las lecciones de tolerancia y de
respeto entre los seres humanos. Solidaridad, lealtad y tolerancia, he
aprendido yo de los libros en mi biblioteca y en las bibliotecas del mundo. Y
eso quisiera que sucediera en todas las pequeñas bibliotecas donde suelo donar los libros de mi biblioteca.
Finalmente, quiero recomendar dos actividades afines a las bibliotecas: la promoción de clubes de lectura y la creación de talleres de
escritores, para que volvamos por los fueros del José Eustasio Rivera, a quien, por
momentos, solemos olvidar. Nuestro reto es volver por el no siempre fácil arte y oficio de la creación literaria. Sin la lectura y la escritura el hombre siempre será más espiritualmente pobre, y
sin espíritu los pueblos estarán condenados a perecer de soledad y de tristeza.
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