Un poema de Vicente Cervera Salinas

Vicente Cervera Salinas nació en Albacete, España, en 1961. Se licenció en Filología Hispánica e hizo su doctorado sobre la obra de Jorge Luis Borges (1989) en la Universidad de Murcia (España), donde trabaja actualmente. Ha publicado estos libros de poesía:
De aurigas inmortales (1993, Premio América de Poesía), La partitura (2001, compuesto con base en la escala musical), El alma oblicua (2003, traducido al francés e italiano), y Escalada y otros poemas (2010, de donde tomo el poema que le da título al libro y que, en cierto sentido, es la poética del libro). Cervera Salinas estudió música vocal y teatro, y escribe sobre cine, también. Como ensayista ha publicado: La palabra en el espejo (1996), La poesía de Jorge Luis Borges: historia de una eternidad (1992), La poesía del logos (1992), La poesía y la idea (Premio Nacional "Anthropos" de Ensayo, San José de Costa Rica, 2001). Ha visitado las universidades nacionales de San José de Costa Rica, La Habana, Buenos Aires y Viena. Dicta literatura comparada en la Universidad de Murcia.
Este cuarto poemario suyo, Escalada y otros poemas, es una pequeña joya donde ritmo, pensamiento e imágenes corren como en una película de Theo Angelopoulus.

ESCALADA

Avanzo instintiva,
luego, cabalmente.
Descanso si mis pies
se fatigaron en exceso
o si latía en desmesura
el corazón. Observo siempre
cuanto brinda la arriera
y madre Natura. Y de ella
pretendo incorporar algún
apunte a mi persona;
reposo cuando el sueño me
reclama y dejo que me venza
sin darme nunca por
vencido. Si me asaltan
los ladrones de mi paz,
procuro ahuyentarlos
con el don de la mirada.
Intento que del trecho
recorrido me acompañen
las señales aprendidas, y proyecto
el tramo que me resta
por hollar, obedeciendo a la ley
de la materia y al mandato
más robusto de la fe. Llevo
en la cartera talismanes
que aprendí ejercitando el arte
de la memoria:
un libro de mi padre,
un poema de mi amiga,
y siempre voy contigo,
en la andanza de mis pasos
o en la percusión de los ecos
y en la luz que todo irisa.
Dejo que me asalte la canción
si mi suelo forma arena;
cuando hay peñas, amortiguo
con las suelas del equino,
atento a los follajes que diviso.
Entono versos cada vez que la sombra
de la certeza deja al descubierto
superficies de hondonadas
y prosigo veloz en mi lentitud.
No porto reloj en mi pulsera;
surco el tiempo con la escala
de cada decisión. Al error,
le presento mis disculpas,
y le concedo al extraño
el beneficio de la duda, para
no inclinar con su lastre las espaldas
laceradas, y no reconocerme
sólo en el reino de la culpa
y sus fracasos. A menudo medito
sobre el límite entre el centro
y sus innumerables periferias,
recibidas o nuevamente formuladas.
Atajo el cinismo y la presión
de la rutina con las palabras
que instauran la fortaleza
de lo desconocido, o de lo eterno
restaurado. Arranco algunos brotes
del almendro en flor para regalar
ramos de aromas efímeros
y, en el recuerdo, permanentes.
La distancia de lo andado nunca
es mayor que el continente imaginario.
Y si lo fuere, será que el tiempo
consumido había sido el otorgado,
el necesario, el que la sabia mano
sobre mí depositó. Otra imagen
del mundo sobreviene, sin que
el sentido de lo hollado desfallezca.
Escudriño las fauces del león
y de la tórtola aboceto isocronías,
y aligero así cuanto se inclina
a la caída. Mudo u órfico,
rico en tesoros de huellas vivas
que manos ajadas me hacen
observar, susurra alguna voz
que ya debo detenerme.
El viaje en espejo coincide
entonces con la serie y el contraste
de estaciones. Hinco el talón.
Miro en torno, y advierto
-sorprendido- que el camino era
un ascenso y el viaje una
escalada, que permite recostarme
en su penumbra vertical
donde distingo una constelación
de brezo y piedras,
que un sol terrestre hace
brillar.

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