Burgos Cantor y Lo Amador
[Roberto Burgos Cantor acaba de ganar, el pasado 26 de julio de 2018, el Premio Nacional de Narrativa del Ministerio de Cultura, con su novela Ver lo que veo, editada el año pasado
por Seix Barral-Planeta, dejando tendidos en la lona -como podría haberlo dicho “Torito”- a
los otros cuatro finalistas, Pilar Quintana, Orlando Echeverri, Gilmer Mesa y
Antonio García. Fueron jurados finales de dicho concurso, el mexicano Álvaro Enrigue (no Enrique,
como dijo la prensa, Premio Herralde de Novela 2013), y los colombianos Luis
Fayad y Liliana Ramírez. No he leído todavía la novela premiada, pero Julio
Olaciregui con su texto sobre Ver lo que
veo (El Espectador, 27 de julio
de 2018), me hace pensar que la nueva novela viene a ser la repotenciación magnífica
de aquel lejano y excelente libro de cuentos de Roberto, Lo Amador, editado en 1981 por el Instituto Colombiano de Cultura.
A raíz de ese libro fundacional, el jueves 24 de septiembre de aquel remoto 1981, escribí en
“Lecturas desobedientes”, mi columna semanal de entonces, en El Espectador, la nota que transcribo a
continuación, tal cual, sin enmendar nada, y que, tal vez, Roberto no conozca
aún, pues no la cita en su memoriosa columna “La alegría de compartir” (Baúl de mago, El universal, Cartagena), de este jueves
2 de agosto de 2018. (Sea, también, este el momento propicio para preguntar por la ortografía
del título y del nombre del barrio, que en todas las ediciones se ha escrito de
manera diferente)].
“Roberto Burgos Cantor, autor del libro de cuentos Lo Amador, publicado en este año por el Instituto Colombiano de
Cultura, puede resultar un nombre desconocido para las nuevas generaciones. E
incluso muchos de quienes lo conocíamos desde los años 60 alcanzamos a pensar
que jamás veríamos editado su primer libro. En 1966 Roberto fue incluido en una
antología de cuentos realizada por Gerardo Rivas, sin embargo. Y después, en
1969, apareció en la revista Casa de las
Américas su famoso cuento “Esta noche de siempre”. En agosto de 1970 lo
conocí, personalmente, cuando junto a él me iniciaba no tanto en el oficio de
escribir, que habíamos principiado hacía unos años antes, como en el de jurado,
labor tan entrañable como la de escribir, aunque más agridulce que esta, y, no
obstante, tan ineludible por estos tiempos santos, como diría Fernando. En 1971
gana el Concurso Nacional de Cuento de Cúcuta. Pero uno no sabía si el Derecho
le había ganado por doble U a la literatura, en su caso, o si, simplemente,
Roberto estaba sumido en el único silencio terrorista que yo haya conocido.
Ahora, lo sabemos. A sus 33 años, edad maliciosamente subversiva, ha
publicado un libro con siete cuentos, todos nuevos, concatenados en tal forma
que por muchas razones nos recuerdan Calila
y Dimna o Las mil y una noches.
Así, el libro fue concebido como libro, no como selección de cuentos para
formar un libro. Construcción que permite ampliar el sentido de una situación o
de una metáfora en un cuento sin que se resienta la unidad de los mismos. La
muerte de la madre de Mabel Herrera, por ejemplo, es uno de los hechos que
repetidos en otros cuentos se enriquece grandemente.
La oralidad que utilizó Roberto y muchos de los escritores iniciados en
la década del 60, como lo he dicho desde hace muchos años, de nuevo se observa
en estos cuentos, ya no con la facilidad ingenua de los monólogos de entonces,
sino montada sobre la racionalidad del argumento, que siempre sorprende en
todas sus historias, y modelada con el sabio lirismo aprendido por Roberto y
con las mesuradas reflexiones que en conjunto crean el lenguaje popular de unos
filósofos de barrio, del barrio Lo Amador (de Cartagena, en la vida real). Solamente,
en un cuento yo me atrevería a decir que esa oralidad falla y es en el de la
reina, “Era una vez una reina que tenía”. Me parece que ni el lenguaje ni el
mundo pensado por la reina coinciden con el personaje recreado. Las reinas,
como la violencia, será un tema recurrente de nuestra literatura, y bien
valdría la pena acercarse más a ellas.
El músico que abandona la familia para irse a Venezuela provocando la
muerte de su esposa (que se suicida), agravada por la carrera de cantante
aficionada de su hija; el cantante frustrado que terminó de ayudante de
mecánica en el taller de Albertico Tirado y una madrugada lo descargaron muerto
en una esquina que será desde entonces sagrada en el barrio; la reina del
barrio que no podía prender el radio porque su madre lloraba al recordar su
marido muerto en su trabajo de constructor; la trágica historia del músico José
Raquel que se filtra paralela a la del periodista y su mujer izquierdista; la
mujer que creció con el barrio de invasión y ya no puede echar las barajas;
Onissa y el marinero que rompieron el cristal de la castidad del barrio y que
un día se separaron sin dejar rastros de vida y el camaján que se pudre “en
esta angosta esquina de la tierra”, todos ellos, más otros personajes que
construyen el barrio, vuelven una y otra vez, como un tema melódico que crece a
medida que se repite, para establecer como filosofía, como gusto, como
divertimento, como crítica, como literatura, las medidas del barrio que fuera
nuestro y cuyos principales pilares fueron, en la realidad y en este hermoso
libro, la música y el llanto. La música y el llanto, para reiterarlo.
(El espectador, 1981)”.
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