Mi Simón Bolívar

Había terminado cinco años de primaria y dos de secundaria en la Escuela Normal Superior y su Escuela Anexa, de Pitalito. Y había cursado los cuatro años restantes de la secundaria en el Colegio Nacional Simón Bolívar de Garzón. (Esas nomenclaturas las cambió el Ministerio de Educación sin razón alguna no se en qué año, o con razones que siempre imponen las misiones o los consejeros que vienen del exterior. Hoy se usa una expresión horrible, que nunca he sabido a qué obedece, aunque intuyo muy neoliberal, que es “Institución Educativa”, que suelen resumir –por lo larga o por lo fea- con sus letras iniciales “I. E.”, a las cuales se les agrega el nombre del “colegio” o “escuela”). Entre Pitalito y Garzón pasaron mi niñez y adolescencia. De eso hace 50 años. Y es lo que quiero recordar en este fin de semana.

El Simón Bolívar de Garzón, como de todos modos le seguimos diciendo, era un colegio nuevo en 1960 cuando llegué a cursar mi tercero bachillerato. Lo habían fundado en 1951. Sus modernas instalaciones me impresionaron. Me sentí grande. Se manejaba con un sistema administrativo muy coherente para el momento y muy útil para las condiciones del país rural que éramos: quienes veníamos de otros lugares del departamento o del país, quedábamos “internos”, y eran “externos” los de Garzón (aunque también existía la posibilidad del internado para los estudiantes locales que no podían asumir sus gastos de estudio). La mayor parte de los “internos” llegábamos becados por la nación. Eso permitió, entre otras cosas, una democracia real de la educación –que luego perderíamos. Y posibilitó un efecto cosmopolita, si así se pudiera decir. Como las becas eran nacionales, quería decir que uno iba a donde lo mandaran. En un país tan endogámico y tan parroquial (posibles causas de su violencia), puedo decir que fue entonces cuando, sin salir del sur del Huila, desde mi Simón Bolívar, conocí por primera vez a Colombia. Allí supe de los bogotanos, de los costeños, de los llaneros, de los chocoanos, de los pastusos, de los santandereanos, de los paisas. Porque lo mismo sucedía con los profesores: eran un rico mosaico de voces que venían de todos los rincones del país. Convivir con ellos y con alumnos de todos los colores en esa pequeña ciudad educativa que era ese inmenso colegio, enclavado entre el Seminario Mayor y la parte alta de ese Garzón apacible y caluroso, fue una experiencia maravillosa, que siento hoy, a los 50 años de ocurrido, como si estuviera graduándome una vez más de bachiller. Sin dudas fue eso lo que marcó mi vocación universalista, renacentista y humanista que ampliaría pocos años después.

(Publicado en Diario del Huila, Neiva, 23 de noviembre de 2013)

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