Carlos Fuentes (11-11-1928;15-05-2012)

De los cuatro del boom de la narrativa latinoamericana, de los años sesentas, Carlos Fuentes era el liberal de centro. Y cuando se preparaba para comenzar a escribir otra novela la semana entrante, una muerte misteriosa (corazón o hemorragia intestinal) lo ha separado de su amado escritorio.


Tuve siempre opiniones y sentimientos encontrados frente a Carlos Fuentes. Me embrujó con Aura (1962), pero muchas de sus novelas posteriores nunca las pude terminar. Cambio de piel (1967), la novela que ganó el Seix Barral y que apareció al lado de Cien años de soledad (fue la década de los monstruos, no hubo novela mala en esa década), como lo había sido La muerte de Artemio Cruz (1962), fueron novelas emblemáticas para nuestra generación. Luego vendrían novelas y libros que, como si se tratara de contradecir las fábulas del querido y profético Augusto Monterroso, me parece, ansiaban demostrar que a él sólo le interesaba escribir con disciplina religiosa. Y no siempre en el arte, pienso, la disciplina religiosa origina obras valederas. Pero eso me gustaba de Fuentes, así me produjera un sentimiento contradictorio. Tal vez, buscaba encontrar la piedra filosofal del arte literario escribiendo más y más libros, basado en el manejo riguroso y repetitivo de las técnicas literarias que se fundaron en las décadas del 60 y el 70. En fin, el tiempo les permitirá a los herederos del continente, volver sobre la obra de Fuentes para averiguar qué dejó con consistencia artística.


En cambio, un libro suyo, de apenas 99 páginas, que siempre nos acompañó en los setentas, sigue teniendo una vigencia inusual: La nueva novela hispanoamericana (aunque muchos puedan discutirlo), publicado en 1969 por la legendaria Editorial Joaquín Mortiz. Allí miró Fuentes a sus colegas, a la narrativa occidental y a la nuestra, con una distancia y una certeza que hoy asombran (así, repito, muchos lo discutan, y de eso se trataría). Los invito a leerlo de nuevo.


Nos quedan vivos Gabito y Vargas Llosa, abonados por el Nobel. Del boom con el que crecimos, digo.

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