Sandoná, Otavalo, Quito






Luego de Isnos-Popayán, se hace Popayán-Pasto, en cuatro o cinco horas, por la Panamericana, una carretera que debería estar con señalización de kilometraje, de nombres de pueblos, de puentes, porque el paisaje es maravilloso. De lo frío a lo caliente, de lo indígena a lo negro y a lo mestizo. Las poblaciones han mejorado. En El Bordo ya se puede almorzar. Y el remonte a los Andes del Ensilladero es espeluznante. Se entra a Pasto por la famosa colcha de minifundios que tantos pintores han registrado en sus cuadros. Y no se puede llegar de noche a Sandoná (a 45 minutos de Pasto) porque los abismos se llenan de una espesa neblina (foto, a las 6:30 p. m.) que enceguece todo. Bello y gris espectáculo. Y, como siempre en nuestras carreteras de provincia, un tramo de diez kilómetros se quedó sin pavimentar, aunque en el presupuesto y en el mapa estén saldados. En Sandoná, un pueblo crecido a lo lejos sobre las faldas occidentales del volcán Galeras, con clima cálido en el día y frío en las noches, bautizamos a Jacobo Peña Mesías (8 meses, foto). El 4 de enero seguimos por Consacá, muy cerca de Bomboná, con tramos destapados, hasta empatar con la Panamericana y llegar a Ipiales. La frontera en el Rumichaca nos soprende con dos notas antagónicas: la cola es inmensa en la aduana ecuatoriana, sus funcionarios inexpertos (son agentes de la policía que aprenden con lentitud a teclear un computador), pero nos salvamos porque (no se si por costumbre anterior, o por norma del actual gobierno socialista) vamos con Lucas Peña Polanía (10 meses) y por primera vez descubro que tengo un escalafón privilegiado: tengo más de 60 años y nos merecemos un trato preferencial. ¡Ohhh, gloria inmarcesible! Y pasamos rápido. De ahí en adelante se acabaron los rumores del “maltrato” ecuatoriano, anunciado en Colombia. Nunca nos pedirán papeles, no habrá retenes al estilo colombiano, jamás veremos una ametralladora (qué alivio), y la gente en la carretera se comportará sin nuestra arrogancia y violencia. En tan pocos días que tenemos, sólo podremos visitar cinco o seis pueblos y la que es hoy –con perdón de mis coterráneos que todo lo ven pequeño cuando se habla del sur o el occidente- la gran ciudad de Quito. Pasaremos por Tulcán de lado, nos quedaremos en San Antonio de Ibarra (donde nos salva el internet inalámbrico en el parque principal), en la increible Otavalo y en el nuevo Quito.
Ibarra sigue siendo blanca y más grande, al lado del escondido Imbabura. Otavalo ya no es el descuidado núcleo indígena que conocí hace 35 años. Nada que ver. Hoy es el mejor ejemplo del mundo (ojalá judíos y árabes vinieran a Otavalo) de convivencia entre distintas etnias. La belleza indígena, floreciente y pujante, al lado de blancos y mestizos, yendo a la escuela y a la universidad juntos, apropiados de su pasado, sin resentimientos, y volcados al futuro con sus propios colores y sonrisas, dueños de sí mismos y dueños del mundo, hablando su bilingüismo en alta voz. La Plaza de Mercado es hoy La Plaza de los Ponchos. Y nomás el tejido de sus andenes invitan a la armonía. Tejen a la altura del nuevo siglo, sin excluir ningún material, desde las lanas vírgenes hasta los acrílicos, con nuevos diseños, propios y ajenos.
Quito, también, cambió a su favor y al nuestro. Salvo su tránsito, que a pesar del troley, del transmilenio, los buses y los taxis, de los túneles y de la amabilidad del ecuatoriano, es desastrozo, Quito se volvió otra bella ciudad: rescató su Plaza Grande, su inmenso casco histórico (qué bella su iluminación nocturana), sus avenidas y jardines, sus eternas iglesias, doradas como la de los jesuitas (La Compañía) o la Catedral (Lucas toca por primera vez el oro de la Catedral de Quito, en una de las columnas de la entrada, foto), sus centros comerciales y su vida alegre a pesar del frío andino.
Regresamos al norte y vuelven los retenes. Estamos en la Colombia de hace 60 años, repitiendo sin cesar el mismo discurso del culebrero. Y teniedo tanto, como Las Lajas o esa maravilla misteriosa de la naturaleza, la Laguna de la Cocha, donde las truchas se avientan a los platos con ajillo para que Betty. Adriana, Camilo, Lucas y yo, las devoremos con la saudade de un viaje que ha terminado. No sin olvidar la frase de Oswaldo Guayasamín en La Capilla del Hombre, un inmenso conjunto artístico en la parte alta de Quito, que auspicia la Fundación Guayasamín, donde se guardan algunos cuadros suyos de formato casi mural: “Mantengan encendida una luz que siempre voy a volver”.

[Hace unos años, tal vez muchos, el diario El Espectador, de Bogotá, publicaba unas crónicas sobre la "vida" de las carreteras del país, fueran
troncales, trochas o desechos, como les decimos en confianza, en las que se mezclaban la situación de la vía, sus accidentes, sus aconteceres, sus habitantes, sus riquezas y sus pobrezas. Una carretera es un río, es un ferrocarrril, es un avión. La vida corre por ellos. Y los periódicos debieran contárnosla. Más, en el caso de las desconocidas carreteras colombianas y latinoamericanas, tan llenas de goces y de aventuras].

Comentarios

  1. Querido Isaías: Recuerdo mucho tu entusiasmo hace ya más de tres décadas por el viaje a esos territorios del sur en el Ecuador. Y los libros que nos trajiste. Esa imagen estaba en el recuerdo y ahora veo muy frescos esos caminos que igualmente recorrí alguna vez. Qué bello pasear en familia.
    Te abraza
    Carlos Orlando Pardo

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  2. Es muy grato identificar realidades paralelas entre naciones desafortunadamente "contrarias", más por las circunstacias que por las realidades. Un ojo crítico sobre Ecuador nos muestra una realidad distinta a la despectiva que reposa en nuestras mentes colombianas, cosa semejante a la que debe estar sucediendo con los ecuatorianos sobre Colombia. Felicitaciones por su viaje Maestro.

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  3. Gracias, Carlos Orlando y David Jacobo, se que ustedes también saben que el sur existe.

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  4. Hola, Isaías. Te felicito por el blog. Te he tomado la consigna: "escribir como un loco". Y así ando: termino ese cuadernillo de historia reciente y derechos humanos para jóvenes, terminé una reseña para La Nación, estoy con una novela... Me gustó encontrar en el blog la crónica de tu viaje a Ecuador. Terminó llevándome a otro viaje, lejano en el tiempo, el que hice en un granelero destartalado, construido en Glasgow para armadores de Singapur, desde Necochea hasta Puerto Bolívar. Y luego vuelta abajo por Paita, Lima y Pisco. Llevamos trigo, trajimos de vuelta mineral de hierro. Fuimos por Magallanes, volvimos por Cabo de Hornos. El dinero me lo gasté en libros de poesía en Lima... Antes de entrar al puerto de El Callao estuvimos una quincena fondeados. Hacíamos guardia con armas. Andaban lanchas por la Bahía, subían con mujeres y asaltaban los barcos. Al menos, eso se decía. Bastó que diéramos la voz de alto a las lanchas para que no se acercaran.

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